Odio la comida gourmet. Esa sensación de no saber qué te estai echando a la panza no la paso. A mà me gusta la comida que me quita el hambre, que puedes ir y compartir con amigos o compañeros de trabajo mientras se conversan -o se escuchan decir- huevadas.
Hace un par de meses fue la fiesta de la empresa. Un salón entero repleto de mesas y en medio una tarima en donde el presentador de moda en la tele no cesa de tirarle flores a todo lo que huela a los dueños del barco. Con la ansiedad de que todo termine cuanto antes, en cuanto me traen el plato de entrada, tomo cualquier cuchillo y me dispongo a tragar. Tragar. Lógicamente que, luego al tener el plato de fondo al frente, me di cuenta que el cuchillo de entrada no servÃa. Por lo general quien retira los platos verifica lo que está retirando, pero esta vez al parecer él tenÃa tanta ansiedad como yo de que ese espectáculo terminara, porque no revisó nada.
La fiesta de flores y halagos terminó, el payaso se retiró, el que quiso se quedó y el que no pudo irse también.
No voy a negar que se ve bonita una mesa decorada, donde amable y elegantemente llegue alguien y me sirva los platos, el jugo, el vino o lo que sea, lleno de detalles, como los detalles de la vida que hay allá afuera y que los siúticos de siempre me dirán que tengo que ir hacia allá, sentirlos y disfrutarlos, pero el noventa y nueve por ciento de las veces preferirÃa un mundo más simple, uno que se pudiera tragar con una cuchara, un tenedor y un cuchillo.
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