Capítulo 5: Un grito
Llegaba muerto. Lo patético es que se trataba de un día viernes, día en que se trabaja hasta un par de horas pasado el mediodía. ¿Cuánto puede matar trabajar 5 horas? Yo lo cambiaría por un “¿Cuánto puede matar una semana completa de ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa?” Eso sí mata. Mata lo más precioso, en caso que lo exista, de este mundo. Usted, se ha detenido a pensar… ¿en qué momento de su puto día y de su puta existencia ha tenido tiempo durante la semana de dedicar un momento para hacer lo que le gusta… sin sentir culpa?
Por ello fue que ese viernes, pese a llegar temprano y a tener más o menos pensado en qué gastar el tiempo, cuando ya estaba presto a dedicarme a “mis” asuntos, me tiré en el sillón y dormí. Las voces que se oían desde el TV se metían en mi sueño, se hacían imagen en forma de lugares en que personas aparecían hablando de accidentes de tránsito, de los últimos estrenos de cine, de presidentes que se reunían para hablar de temas importantes, de modelos recomendando tal o cual shampoo, del último escandalo del pelmazo de turno o de qué sé yo qué cosa. Todo entraba y se hacía imagen viva y presente. Y estaba ahí, frente a mí. Pero era como si no me importara. Otra vez lo mismo, pensé.
Hasta que entre esas personas la alcancé a ver. Mala idea había sido investigar su Facebook. Ahí supe que nunca respondió mis mensajes. Ahí supe que definitivamente una amistad de media vida se había cortado y no hubo una despedida siquiera. Nada. Se hizo “amiga” de un contacto, actualizó su lugar de referencia y, por supuesto, cuando la agregué por segunda vez (porque en una de mis “limpiezas” la borré) no me aceptó de nuevo. No volvió a darme señales de vida nunca más.
En lo primero en que se cae es en buscar razones. Y ante la falta de éstas, la culpa recae siempre en uno. No cae en la otra persona, porque la otra persona en ningún momento se nos pasa siquiera pensar que está mal. Allá afuera todo mundo está bien. Allá afuera todo mundo sabe disfrutar la vida, sentir la cercanía de la familia, tener una buena vida social y una linda polola a la que puedes llamar a las 4 de la mañana y te responderá radiante de felicidad. Allá afuera está toda esa gente que se toma vacaciones y a la vuelta se dedica la tarde entera a subir las fotos de momentos felices a Facebook y etiquetar a sus amigos y al pololo o polola. Por supuesto que siempre y al menos por un puñado de minutos es éso lo que uno siente, de que el pasto es más verde en la casa del vecino, como dicen.
El amor apesta. Y la soledad apesta más. Un cuadro de fotos sobre el velador dice escrito a la rápida “disponible”, como quién por no estar solo busca a alguien que simplemente sirva de relleno para que la presión social no termine destruyendo el poco mundo que va quedando. El lado esperanzado y cuerdo del cerebro va en busca de un lapiz y tacha lo que dice el cuadro para luego escribir “reservado”, como si por ese mágico acto uno se transformara de un simple y patético solitario hambriento de amor y compañía en una persona que al menos da la imágen de ser dueña de su tiempo, que el tiempo no se le va, que tiene la certeza de que después de los treintas aún se está a tiempo para vivir lo que no vivió ¡antes de los veinte!
El problema es que no existe aquí un lado cuerdo y mucho menos esperanzado que siquiera se atreva a cambiar el “disponible” por el “reservado”. Sin embargo, aunque el lado cuerdo y esperanzado no esté, el ser perturbado y sin sosiego que hoy existe debe hacer algo. “Porque solo no te va a llegar”, dicen. Lo más paradójico es que cuando les preguntas por cosas de amor te dicen “calma, si te va a llegar cuando menos lo pienses, te va a llegar sola”.
Y llega el momento en que después de tanta vuelta y tanta paja mental se vuelve a lo mismo: la necesidad de un soporte emocional. Mientras otros lo tienen al lado, o al menos a un WhatsApp de distancia, a mi me reiteran: tu soporte emocional te lo tienes que dar tú.
Por un momento renace la esperanza, porque lo que más grande tiene el pobre es la esperanza. El pobre de riquezas, y también el pobre de afectos, que a mi juicio es tan triste como el primero. Hay esperanza, pero lo que falta son energías. Energías gastadas por años en agradar a personas que vi cerca y que pensé que me podían comprender. Algunas me sonreían, otras me ignoraron, otras escaparon y algunas me hirieron.
Ella fue de las que escapó. La de media vida, escapó. Y lo que no me había sucedido nunca en mi vida (y cuando digo nunca, de verdad me refiero a nunca): al final de mi sueño, luego de verla correr lejos, grité su nombre como nunca antes en un sueño y, más que eso, el grito no quedaba en mí ahogándose, el grito salía con fuerza y por largos segundos, hasta extinguirse la fuerza que esos 14 años me habían dado para liberarlo, hasta hacerse difuso e ininteligible, hasta hacer evidente que esos 14 años habían expirado y que no habría nada más. Que ella se iba para siempre.
Hoy vivo solo. De hecho, me siento más solo que nunca en mi vida. Y esa soledad me acompañará por un tiempo que ni siquiera está definido. Hay una posibilidad de que se transforme en libertad. Es pequeña, pero existe. Cuando esa transformación ocurra, será cuando deje de pensar en personas que no están entrecruzadas en mi camino hacia adelante, y cuando deje de querer gritar sus nombres hasta agotar mi voz dentro de un sueño.
Este grito iba para tí. No sería tan capaz de matar media vida de cercanía como tú lo hiciste, y es por eso que nunca diré tu nombre otra vez, mientras esté despierto.
Por ello fue que ese viernes, pese a llegar temprano y a tener más o menos pensado en qué gastar el tiempo, cuando ya estaba presto a dedicarme a “mis” asuntos, me tiré en el sillón y dormí. Las voces que se oían desde el TV se metían en mi sueño, se hacían imagen en forma de lugares en que personas aparecían hablando de accidentes de tránsito, de los últimos estrenos de cine, de presidentes que se reunían para hablar de temas importantes, de modelos recomendando tal o cual shampoo, del último escandalo del pelmazo de turno o de qué sé yo qué cosa. Todo entraba y se hacía imagen viva y presente. Y estaba ahí, frente a mí. Pero era como si no me importara. Otra vez lo mismo, pensé.
Hasta que entre esas personas la alcancé a ver. Mala idea había sido investigar su Facebook. Ahí supe que nunca respondió mis mensajes. Ahí supe que definitivamente una amistad de media vida se había cortado y no hubo una despedida siquiera. Nada. Se hizo “amiga” de un contacto, actualizó su lugar de referencia y, por supuesto, cuando la agregué por segunda vez (porque en una de mis “limpiezas” la borré) no me aceptó de nuevo. No volvió a darme señales de vida nunca más.
En lo primero en que se cae es en buscar razones. Y ante la falta de éstas, la culpa recae siempre en uno. No cae en la otra persona, porque la otra persona en ningún momento se nos pasa siquiera pensar que está mal. Allá afuera todo mundo está bien. Allá afuera todo mundo sabe disfrutar la vida, sentir la cercanía de la familia, tener una buena vida social y una linda polola a la que puedes llamar a las 4 de la mañana y te responderá radiante de felicidad. Allá afuera está toda esa gente que se toma vacaciones y a la vuelta se dedica la tarde entera a subir las fotos de momentos felices a Facebook y etiquetar a sus amigos y al pololo o polola. Por supuesto que siempre y al menos por un puñado de minutos es éso lo que uno siente, de que el pasto es más verde en la casa del vecino, como dicen.
El amor apesta. Y la soledad apesta más. Un cuadro de fotos sobre el velador dice escrito a la rápida “disponible”, como quién por no estar solo busca a alguien que simplemente sirva de relleno para que la presión social no termine destruyendo el poco mundo que va quedando. El lado esperanzado y cuerdo del cerebro va en busca de un lapiz y tacha lo que dice el cuadro para luego escribir “reservado”, como si por ese mágico acto uno se transformara de un simple y patético solitario hambriento de amor y compañía en una persona que al menos da la imágen de ser dueña de su tiempo, que el tiempo no se le va, que tiene la certeza de que después de los treintas aún se está a tiempo para vivir lo que no vivió ¡antes de los veinte!
El problema es que no existe aquí un lado cuerdo y mucho menos esperanzado que siquiera se atreva a cambiar el “disponible” por el “reservado”. Sin embargo, aunque el lado cuerdo y esperanzado no esté, el ser perturbado y sin sosiego que hoy existe debe hacer algo. “Porque solo no te va a llegar”, dicen. Lo más paradójico es que cuando les preguntas por cosas de amor te dicen “calma, si te va a llegar cuando menos lo pienses, te va a llegar sola”.
Y llega el momento en que después de tanta vuelta y tanta paja mental se vuelve a lo mismo: la necesidad de un soporte emocional. Mientras otros lo tienen al lado, o al menos a un WhatsApp de distancia, a mi me reiteran: tu soporte emocional te lo tienes que dar tú.
Por un momento renace la esperanza, porque lo que más grande tiene el pobre es la esperanza. El pobre de riquezas, y también el pobre de afectos, que a mi juicio es tan triste como el primero. Hay esperanza, pero lo que falta son energías. Energías gastadas por años en agradar a personas que vi cerca y que pensé que me podían comprender. Algunas me sonreían, otras me ignoraron, otras escaparon y algunas me hirieron.
Ella fue de las que escapó. La de media vida, escapó. Y lo que no me había sucedido nunca en mi vida (y cuando digo nunca, de verdad me refiero a nunca): al final de mi sueño, luego de verla correr lejos, grité su nombre como nunca antes en un sueño y, más que eso, el grito no quedaba en mí ahogándose, el grito salía con fuerza y por largos segundos, hasta extinguirse la fuerza que esos 14 años me habían dado para liberarlo, hasta hacerse difuso e ininteligible, hasta hacer evidente que esos 14 años habían expirado y que no habría nada más. Que ella se iba para siempre.
Hoy vivo solo. De hecho, me siento más solo que nunca en mi vida. Y esa soledad me acompañará por un tiempo que ni siquiera está definido. Hay una posibilidad de que se transforme en libertad. Es pequeña, pero existe. Cuando esa transformación ocurra, será cuando deje de pensar en personas que no están entrecruzadas en mi camino hacia adelante, y cuando deje de querer gritar sus nombres hasta agotar mi voz dentro de un sueño.
Este grito iba para tí. No sería tan capaz de matar media vida de cercanía como tú lo hiciste, y es por eso que nunca diré tu nombre otra vez, mientras esté despierto.
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