Ya ha pasado algo más de un año desde que Nicolás Copano escribió en Publimetro una columna llamada "Chile: el país de nunca jamás". Algo menciona la participación de "31 Minutos" en el Lollapalooza y la opinión de unos locutores argentinos que simplemente no entendían cómo un puñado de títeres eran seguidos por grandes y chicos y se preguntaban, por decirlo de una manera amable, si se nos soltó algún tornillo. Sin tomar en cuenta que 31 Minutos se caracteriza por usar un "doble-mensaje", sí, es un país de Nunca Jamás. Y qué con eso. En la década del 2000 se puso de moda la música de los ochentas y uno pensaría que quienes engancharon con esa onda fueron casi sólo los treintones y los cuarentones. Craso error. Esa música era de las favoritas de muchos de los compañeros que me tocó conocer en la universidad, de mi misma edad, o sea de veintitantos. En los 80s eramos... niños, bajo los 10 años. Por esos años de universidad, éramos los que dejamos de enganchar con la música de moda, de esa en la que no caía gente mayor de 20 o 21 años. Yo veía cómo se traspasaban música ochentera en CDs, del tiempo de los MP3 sueltos, de cuando uno bajaba a las salas de computación y en el computador que te tocara usar, siempre, en el escritorio o en una carpeta en "Mis Documentos", había algo de los ochentas. Mucha de la música que (aún) tengo la conseguí en esos años. Y más "ochentas" que los mismos ochentas, la serie de ficción de Canal 13 lleva ya seis temporadas de gran éxito y el impacto ha sido transversal: la gente quiere volver a ver, ya sea para bien o para mal, el tiempo en que fueron niños, jóvenes o adultos jóvenes y llegar incluso hasta a mirar hacia atrás lo bueno dentro de lo malo. Ciertamente que la serie nos muestra un país en dictadura, pero aún con eso, el adulto joven busca volver a verse como niño, en la escuela básica, en el tiempo en que era feliz, y el adulto, volver a verse como joven y los años de los primeros idealismos y los primeros amores (y de las primeras desilusiones por amor, claro).
Vamos en busca de emociones. Si bien es cierto, hay muchos lugares donde buscar emociones, el volver al pasado no deja de llamar la atención. Chile es un país nostálgico, quizá más que nuestros vecinos. Muchas veces he escuchado, o leído, o sabido que algún extranjero dijo que al sintonizar la radio en Chile se veía invadido de música considerada "antigua". Que a cada rato la música que encontraba le recordaba la niñez. ¡La niñez! Y es verdad: casi no hay música de hoy en día en radio, distinta al reggaetón o los ritmos latinos o centroamericanos de esos que mucha juventud busca ahora. Los pocos intentos de música actual y diversa (repito, "diversa") se mantienen a medio morir saltando o se extinguen (¿alguien mencionó a Horizonte que perdió su FM?). Por eso, y grítenlo a coro porfa... ¿Hacia dónde vamos?
No importa lo que opine éste o este otro. Y qué. Chile es nostálgico y al chileno común le gusta volver al pasado, meterse a YouTube y ver videos antiguos y volver a su país de Nunca Jamás porque es en esa época de Nunca Jamás cuando fue feliz, porque únicamente en la infancia uno se mira hacia atrás y se considera feliz. Como dice uno de los comentarios que alguien dejó en esa columna de hace un año: "No queda otra que vivir en el país de Nunca Jamás; Nunca Jamás seremos Suiza o Alemania, Nunca Jamás tendremos la distribución de renta que tiene Finlandia, Nunca Jamás tendremos el país que vemos por el cable o la internet". Obviemos a todos los que se las dan de espirituales o que gritan a los cuatro vientos su felicidad y enfrentémoslo: son una minoría.
A menudo vemos un mono de fantasía en la pantalla y olvidamos que tras esa creación hay gente detrás. Mucha gente. El ver a "31 Minutos" en el Movistar Arena o en el Festival de Viña del Mar, y más aún, el ver a los músicos tras los personajes, fue algo que de primeras no entendí. ¿Cuál fue la idea de matar la magia? Pero lo de matar la magia estaba bastante lejos. Cuando te encuentras una orquesta, o más aún, una orquesta que interpreta a la perfección la música de uno de esos cortos clásicos de siete minutos de Bugs Bunny o de Tom y Jerry, es en ese momento cuando uno se da por vencido: la magia nunca se fue. Ver uno de esos videos y escuchar esas orquestas revitalizando el sonido contenido en una película de cine de los cincuentas es una experiencia que no pasa sin pena ni gloria: o te ries o lloras.
Y todas estas palabras, a partir de un video. No puedo dejar de recordar las veces en que comprando en el supermercado me topaba con cortos animados en DVD de Bugs Bunny o de Tom y Jerry o del Coyote y el Correcaminos. Unos 8 o 10 cortos por disco, a tres lucas cada disco. Los tomo, veo sus carátulas y, antes de meterlos al carro e ir a pagar, me veo diciéndoles mentalmente "Chicos, ustedes fueron mi felicidad. Ustedes, sus creadores y toda la gente detrás. Ustedes valen más que tres miserables lucas".
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