El profesor entraba a la sala. Con su cara de profe buena onda y su habitual pose de resignado, de venir de vuelta, de no importarle si en su ausencia hacÃan mofa de él o si algún oportunista en dÃas de control de lectura se las ingeniaba para copiarle al de al frente. Nunca se le vio enojado. Nunca se le vio haciendo una clase tradicional y mucho menos entablando una clase en formato de conversación. Más de alguna vez dijo que esa era su manera de enseñar debido a lo poco que le pagaban y que, si ganara un buen sueldo, harÃa unas clases de lujo pero que, por la plata que recibÃa, hacÃa las clases asà no más. Y ya todos estaban habituados a su estilo: de entre los libros que llevaba, escogÃa uno, lo abrÃa en cierta página y comenzaba a dictar al pie de la letra trozos de texto seleccionados en la marcha algunas veces, o tediosas y eternas páginas completas otras tantas.
Y esa era su rutina. PodrÃa parecer poco acostumbrado y singular de él. Y talvez lo sea, toda vez que otros profesores tenÃan singulares técnicas de enseñanza como dejar a todo el curso haciendo fascÃculos de prueba de aptitud, ocupar toda la hora en hacernos leer el texto guÃa sin hacer actividades ni nosotros entender nada, intercalar una que otra palabra de salón en una clase de dibujo técnico o gastarse la hora completa de una clase de matemática hablando de polÃtica y de lo necesario que fue el golpe de estado del 73. HabÃa otros profesores que preferÃan un formato más de conversación como la profesora de historia de Chile o talvez las de idiomas. Pero no era la tónica.
Y yo me sentÃa incómodo. Más aún en dÃas en que habÃa que estudiar a partir de unas fotocopias del libro regalón y de hojas amarillas que cada clase era abierto y leÃdo al montón.
Fotocopiado a mano, claro está.
[FotografÃa]