El martes pasado, mi viejo, limpiando el patio, se dio cuenta que una de las cajas en donde estaban guardados aún unos cuantos libros se había mojado entera, probablemente por causa de la última lluvia. De lo que estaba dentro, había mucho papel mojado, que por suerte eran algunos diarios viejos. Entre lo que se pudo rescatar estaban unos cuántos libros y un reloj de palo de unos 25 centímetros de diámetro.
Un buen día, cuando yo tenía unos 4 o 5 años, mi viejo encontró unos recortes de madera aglomerada (masisa) que habían sobrado de una construcción, obra en la que trabajaba y que estaba al lado de mi casa. Yo lo observaba mientras cortaba los cuadrados a la medida apropiada y luego les recortaba sus esquinas y los pintaba para luego juntar el reloj con la base, otro trozo de menor tamaño. Me hizo uno a mí y como le dio lata no hacerle uno a mi hermana, hizo dos. Y ese fue un día feliz. A los relojes les faltaban los números, pero no importaba. Era el gran regalo del día y algún día les pondríamos números recortados de alguna revista, qué sé yo... Y eso ocurrió algunos años después.
Luego me di cuenta que dejé de ser un niño y el relojito de palo pasó a ocupar el fondo de una caja. Hasta esta semana. Me asomé a la puerta que da al patio. Estaba mi viejo y cuando me ve, toma el reloj y me pregunta ¿te acordai? y en el momento no dije nada. Luego me vine a mi cuarto y me dio pena.
Hoy en la tarde tomé el reloj y con un trapo húmedo lo limpié del polvo, del olvido y de esos números recortados que le pegué alguna vez. Lo dejé tal y como me lo regalaron hace unos 21 años. Y le di el lugar que se merece en lo más alto del estante. Aunque lo bajé a mi escritorio sólo para tomarle una foto.
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