Hace algún tiempo dije que en esta casa un viejo vivió sus últimos dÃas. En el momento exacto de su muerte, nadie supo nada. Tuvo que pasar casi una semana para que se dieran cuenta. Casi una semana de no verlo salir a nada, ni a comprar a la esquina. Hasta que una inusual concentración de moscas en el patio trasero dio para pensar en un final más trágico. El asunto es que el viejo murió solo.
Un par de dÃas antes de vivir aquÃ, pude ver cómo sus familiares hacÃan limpieza del lugar. En toda mi vida recuerdo pocos lugares con tanta imágen religiosa por allá y por acá. Pero la gracia del viejo no era esa. El patio trasero lo habÃa convertido en todo su tiempo libre en un jardÃn donde no habÃa rincón en que no hubiera algo plantado. No era muy grande, pero estaba completamente poblado de verde. Bajo una parra, habÃa varios mesones rústicos con macetas. En resumen, el jardÃn era el gran pasatiempo del viejo y el verdor que he logrado recuperar no es nada al lado de lo que dicen los vecinos que alguna vez hubo.
Talvez regarlo cada dÃa en la tarde, cuando baja el sol, además de darme ese olor a tierra mojada que me gusta tanto cuando abro la ventana, talvez me sirva para caerle en gracia a ese viejo que vivió tan solitario como yo me siento a veces, y que talvez aún deambula por los rincones. Que fue feliz con su jardÃn, aunque sus ultimos años no le hayan importado a nadie. Porque cuando dedico cada dÃa algo de mi tiempo a regar su obra -o lo que queda- y lo disfruto, siento que él, al menos en esos momentos, pudo ser feliz.