CapÃtulo IV
Leà que al fin -léase con voz de mujer hastiada e indignada del acoso rasca, picaresco y "autóctono"- se legislará sobre el acoso callejero a las mujeres. No soy sexista, pero a mà el famoso y folclórico "piropo" me da asco. Yo nunca harÃa eso. OK, ya, lo acepto, es porque soy tÃmido. Pero es que a propósito del cuento es que he estado escuchando y leyendo aberraciones de las cuales la más suavecita es la de andar chupando cierta parte de la anatomÃa fémina. Y perdón por lo explÃcito.
Un dÃa que volvÃa al departamento desde el trabajo, vi una mujer un poco menor que yo afirmándose en el pasamanos del Metro. Lo que habÃa escrito en su puño no podÃa dejar de llamarme la atención: "IDIOTA". Me dio pena y lata. Lata, porque por culpa de un tarado bineuronal de esos que siempre deambulan por ahà -y que con una neurona caminan y con la otra miran potos-, la mina le está tirando la mala onda a medio mundo, y justo en la tarde de regreso a casa, justo a la hora en que uno no quiere más mala onda de nadie. Y pena, porque me imaginé tras su cara -y su puño gritandole idiota al mundo- a una mujer sola. Una mujer que se las da de fuerte y que se autoconstruye una coraza con su puño como una suerte de defensa psicológica. Me gustarÃa pensar en que algún dÃa, si no la ha tenido, que tenga la oportunidad de conocer a un hombre decente que nos deje de cagar la reputación al gremio.
Usar el pasamanos es una experiencia incómoda. No sé si horrenda de incómoda, pero anda cerca. Porque uno siempre trata de no llevar a pasar la mano del otro, ni siquiera de rozarla. Peor si la otra persona es del mismo sexo que uno. Ahà surge una repulsión mutua. En realidad va más allá de fijarse de la otra mano: ambos están preocupados de no pasarse de estación, de que no les metan las manos a los bolsillos, de evitar malos alientos, quedar bajo una axila maloliente o tras una camisa transpirada... y de no toparse con la mano del otro. O sea, si ya andar en Metro con todo eso es nauseabundo, súmale el pasamanos.
Pero volvamos a lo que trata esto: las mujeres. Rara vez suele pasar, pero una vez me ocurrió. La mina con la que compartÃa pasamanos, más o menos de mi edad, pese a que el tren se movÃa y frenaba y arrancaba y todo eso, extrañamente no estaba ni ahà con toparse con "mi" mano. Y era yo el que le hacÃa el quite. Y le hacÃa el quite porque ya tengo -y ojalá no se malinterprete- mi pequeña historia.
Para contar mi historia, tendrÃa que retroceder al séptimo básico. Yo tomaba la micro 136 que me dejaba en el centro. Una cuadra antes, una "niñita" del Liceo 1 tomaba la misma micro y más o menos a la misma hora. Ella me conocÃa de vista. Yo ni tanto. De vuelta, a la hora de bajarme, me tomo del pasamanos de la puerta trasera, y justo quedo al lado de ella. Se da vuelta y me dice: "¡No me tomes la mano!". Yo me quedé inmóvil al comienzo, pero por suerte era hora de bajar de la micro. Y me quedé pensando en eso las dos cuadras que quedaban camino a mi casa.
Y a la niñita del Liceo 1 que compartió el pasamanos conmigo no la vi más. Lo juro. Fue como si me hubiera gritado un "¡Idiota!" en mi cara.
(*) Esta es una historia de ficción basada en hechos reales.
Un dÃa que volvÃa al departamento desde el trabajo, vi una mujer un poco menor que yo afirmándose en el pasamanos del Metro. Lo que habÃa escrito en su puño no podÃa dejar de llamarme la atención: "IDIOTA". Me dio pena y lata. Lata, porque por culpa de un tarado bineuronal de esos que siempre deambulan por ahà -y que con una neurona caminan y con la otra miran potos-, la mina le está tirando la mala onda a medio mundo, y justo en la tarde de regreso a casa, justo a la hora en que uno no quiere más mala onda de nadie. Y pena, porque me imaginé tras su cara -y su puño gritandole idiota al mundo- a una mujer sola. Una mujer que se las da de fuerte y que se autoconstruye una coraza con su puño como una suerte de defensa psicológica. Me gustarÃa pensar en que algún dÃa, si no la ha tenido, que tenga la oportunidad de conocer a un hombre decente que nos deje de cagar la reputación al gremio.
Usar el pasamanos es una experiencia incómoda. No sé si horrenda de incómoda, pero anda cerca. Porque uno siempre trata de no llevar a pasar la mano del otro, ni siquiera de rozarla. Peor si la otra persona es del mismo sexo que uno. Ahà surge una repulsión mutua. En realidad va más allá de fijarse de la otra mano: ambos están preocupados de no pasarse de estación, de que no les metan las manos a los bolsillos, de evitar malos alientos, quedar bajo una axila maloliente o tras una camisa transpirada... y de no toparse con la mano del otro. O sea, si ya andar en Metro con todo eso es nauseabundo, súmale el pasamanos.
Pero volvamos a lo que trata esto: las mujeres. Rara vez suele pasar, pero una vez me ocurrió. La mina con la que compartÃa pasamanos, más o menos de mi edad, pese a que el tren se movÃa y frenaba y arrancaba y todo eso, extrañamente no estaba ni ahà con toparse con "mi" mano. Y era yo el que le hacÃa el quite. Y le hacÃa el quite porque ya tengo -y ojalá no se malinterprete- mi pequeña historia.
Para contar mi historia, tendrÃa que retroceder al séptimo básico. Yo tomaba la micro 136 que me dejaba en el centro. Una cuadra antes, una "niñita" del Liceo 1 tomaba la misma micro y más o menos a la misma hora. Ella me conocÃa de vista. Yo ni tanto. De vuelta, a la hora de bajarme, me tomo del pasamanos de la puerta trasera, y justo quedo al lado de ella. Se da vuelta y me dice: "¡No me tomes la mano!". Yo me quedé inmóvil al comienzo, pero por suerte era hora de bajar de la micro. Y me quedé pensando en eso las dos cuadras que quedaban camino a mi casa.
Y a la niñita del Liceo 1 que compartió el pasamanos conmigo no la vi más. Lo juro. Fue como si me hubiera gritado un "¡Idiota!" en mi cara.
(*) Esta es una historia de ficción basada en hechos reales.