La hora del té es la hora del té. O sea, existe el café, el café rico que he tomado con suerte dos veces en mi vida y también el café en polvo, de ese que un dÃa de verano me tomé seis en la oficina. Pero desde el recuerdo de la abuelita preparando té en la teterita o bien tomando de ese mÃtico té en polvo -que se preparaba con la punta de una cucharadita-, pasando por el té económico que frente a la tele viendo Alf se encontraba rico igual, hasta llegar a la caja de Lipton que compré hace dos semanas en el supermercado -y que mi hermana aún me agradece y piensa que es lo máximo- y el tecito "escuchado" en compañÃa de un par de personillas -que descifrarán por qué dije "escuchado"-, es que el té no es cualquier cosa. O sea, es la hora del té y es como para tomársela, la hora y la taza. Nada más que una hora sin hacer nada más que tomar un rico té. DeberÃa ser un derecho humano.
No hay como la hora del té. Aunque la gente crea que el té es de viejos rancios y el café de gente joven y bonita que te la tiran en los avisos del metro cuando la gente va a trabajar cagada de sueño -el efecto extra, le llamarÃa yo-. Y falta la vuelta a la casa en la tarde, en que producto de tomar tanto café, con y sin "piernas", se agarran con el de al lado en el carro del Metro discutiendo quién empujó primero.
¿Le recomiendo algo? Tómese un tecito. Si es acompañad@, mejor.